domingo, 7 de marzo de 2010

Kiev



A Irina le hizo una ilusión enorme comprar la capital del su país. Si hubiera caído en Montreal, en la casilla más cara del tablero, no se habría puesto ni la mitad de contenta.

—Vaya mierda, Kiev —dijo Javi—. La ciudad más cutre de Europa.

Javi no desaprovechaba ninguna oportunidad para rebajar a su novia.

— Parecía que estabas en España hace treinta años. En mi vida he comido una carne más rancia.

Irina nunca respondía cuando Javi se ponía así. Seguía jugando sin decir nada.

Detrás de ella tiró Pedro, y compró Nueva York.

—La ciudad de C.C. Baxter. El ídolo de Alberto —dijo mientras pagaba—. ¿Sabéis que se ha visto “El apartamento” más de veinte veces?

Era mi película favorita, la película que me llevaría a una isla desierta.

—Siempre que me resfrío me acuerdo de Baxter —dije—, sentado en Central Park.

—Podemos hacer una cosa, Irina —dijo Pedro— a mi me falta Londres para completar las rojas y a ti Estambul para completar las fucsia. ¿Hacemos un trueque?

—Ni se te ocurra —dije yo—. Tiene ocho millones. Nos pone un hotel en cada calle. Pídele seis millones, por lo menos.

—Dame seis —dijo Irina como una niña buena, con su acento ucraniano.

—Cuatro —dijo Pedro.

—Yo creo que podéis llegar a un acuerdo —medié.

Y se pusieron de acuerdo en cinco. Irina cobró y compró casas. Daba alegría verla tan ufana poniendo casitas verdes en Kiev ordenadas en una hilera perfecta.

Al cabo de dos vueltas ya tenía unos hoteles rojos imponentes que eran la únicas construcciones en todo el tablero.

Javi sacó dos dobles y aterrizó justo en Kiev. Irina le extendió la mano con coquetería para cobrar los siete millones y medio que costaba el alquiler. Pero no parecía darle importancia al lado economico.

—Bueno, Javi —le dijimos Pedro y yo— para ser la ciudad más cutre de Europa tiene buenos hoteles.

—Jacuzzi en cada habitación —siguió pitorreándose Pedro—. Eso se paga ¡Eh!

—Iros a la mierda —dijo él sin querer entender la broma—. Este juego es una parida. Yo ya estoy cansado. Me voy a casa.

Tiró el dinero que le quedaba, apenas unos cientos, y se levantó. Le hizo un gesto a Irina para que se fuera con él, pero ella no hizo caso.

—Voy a quedarme a acabar la partida.

—Espera que te acompaño a la puerta —dije yo—. Me han cambiado el interruptor del portal y no vas a encontrarlo.

—¿Esperamos a que vuelvas? —dijo Pedro.

—Da igual. Juega por mi. Tú mueve las fichas como si fueras tú —dije. Entonces me vino a la cabeza una burla—. O sea, hipotécate hasta las cejas y cásate sin separación de bienes con una piba que te deje en la calle.

Pedro me hizo un corte de mangas por la alusión a su divorcio con Clara y a su hipoteca subprime. Lo dejé insultándome en voz alta mientras cerraba la puerta y salía con Javi.

—¿Me he hecho rico? —Pregunté a la vuelta.

—Más bien no.

Irina tardó casi una hora en dejarnos a los dos sin blanca. A mí me encantaba verla tan contenta cada vez que compraba una ciudad nueva. Pero el dinero que ganaba le daba igual. No hacía negocio, veía las ciudades como ensoñaciones o como recuerdos de su paso por ellas.

—Son más de las doce —dijo Pedro—. Ha sido un placer arruinarme contigo, Irina, pero mañana madrugo. No me acompañes, Alberto. Yo sí sé como se abre el portal.

Irina me ayudó a recoger un poco.

—¿Vas a llamarle? —le dije.

—No. ¿Quieres otra partida?

Llevé el último vaso a la cocina y me senté junto a ella, que estaba ordenando con esmero los billetes en tacos del mismo valor.

—Irina. Yo... No sé como decírtelo, pero, la verdad es que siempre me has gustado.

Ella seguía colocando billetes sin mirarme. Cuando tuvo todos los montones ordenados me dio un cubilete y me sonrió:

—Tira los dados.

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