sábado, 7 de febrero de 2004

Pero ¿existe el buen gusto?

Según Guelbenzu, el lector de hoy tiene mal criterio. Sus opiniones literarias no son buenas. También dice que este lector malcriado prefiere la anécdota al sentido. (Parece que Guelbenzu no hubiera leído a Baroja que se limitó a apilar anécdotas).

Yo, de momento, defiendo el hedonismo, defiendo a Grisham y a Clancy para todos los que disfruten con ello. No creo en la literatura como obligación o como elevación, sino como un lodo en el que revolcarme. Lo que ocurre es que yo flipo con Clarín y con El viaje a la Alcarria de Cela, y me aburren bastante las series de volúmenes con un mismo protagonista.

Una de las rémoras de la democrada súbita es que se confunde con harta frecuencia la opinión con el criterio. Opinión tiene cualquiera, pero una opinión que no se funda en un criterio no pasa de ser una inconsecuencia. El criterio se adquiere como se adquiere el conocimiento: por la experiencia y el estudio. En otras palabras: no todas las opiniones son igual de válidas, del mismo modo que el lema “un hombre un voto” sólo vale para votar, no para tener razón.


Hasta cierto punto puedo entender lo que dice: una opinión sobre Dickens puede ser atinada y otra no. En el terreno de la crítica eso es frecuente. Pero en el terreno del gusto ya no tanto. Por ejemplo ¿es más válida mi experiencia de la muerte de un ser querido que la de otro individuo? ¿es más elevado mi enamoramiento que el de mi vecino? Las opiniones, o los criterios, como operaciones intelectuales, pueden ser mejores o peores. Pero la literatura tiene un alto componente de emoción, o de placer, y medir eso me parece poco serio.

En otras palabras, no creo en el mal lector. Como tampoco me creo que la televisión que vemos sea basura, por la sencilla razón de que le gusta a millones de personas. Muchos de esos espectadores dicen, después de largas horas que lo que ven es malo. Imagino a algunos viéndolo a hurtadillas. Un producto que alguien tiene que ver a escondidas jamás puede ser malo. Malo es lo que uno está obligado a decir que le gusta después de horas de sopor aguantándolo.

Lo que me subleva de todas estas discusiones es la actitud de los intelectuales. Un fabricante que no vendiera uno de sus modelos de sillas no se quejaría de la forma de las posaderas de los clientes. Buscaría otro modelo. Los intelectuales en cambio se pasan la vida atizando al público, en vez de escucharlo.

José María Guelbenzu. La decadencia del lector. EL PAÍS | 06-02-2004