sábado, 28 de febrero de 2004

The difference between fiction and reality? Fiction has to make sense.
Tom Clancy.

miércoles, 25 de febrero de 2004

Cachondeo y dogma

Antes de escribir “El canon occidental” Harold Bloom estudió los primeros libros de la biblia como obras literarias. Según él había dos autores y uno de ellos, al que se refirió como J. porque llamaba Jehová a Dios, no se toma en serio lo que contaba; era un literato de tomo y lomo. Lo que ocurre es que los lectores de la biblia, los doctores y los rabinos, han hecho de sus palabras una lectura dogmática.

Milan Kundera cuenta, en “Los testamentos traicionados”, que lo que más le cuesta transmitir a sus lectores es el humor. En “La despedida” se le ocurrió un chiste sobre un doctor que insemina a sus pacientes con su propio semen, y un médico que lo tomó en serio lo invitó a dar una conferencia sobre las bondades de la inseminación artificial.

Tampoco es casual que en “El nombre de la rosa”, el libro que desencadena todas las muertes sea el tratado sobre la risa de Aristóteles. El bibliotecario tiene miedo a la risa porque es un hombre dogmático. Aunque siempre pensé que en vez de esconder al grave Aristóteles debía haber escondido a Aristófanes.

El colmo de los malentendidos es, quizá, el de Salman Rushdie, que hizo un chiste sobre el Islam con sus “Versículos satánicos”, y lo condenaron a muerte.

Todo esto viene a que leyendo a Cela no paro de reírme. Y no puedo imaginar a Cela escribiendo sin una sonrisa en la boca. No creo que haya un post en la novela (perdón por el neologismo, Elías, pero es que me parece una novela de posts) que no nazca de una mirada irónica o socarrona. Sin embargo La colmena es una lectura obligada en muchos programas de lengua. Se lee con seriedad. He leído algún artículo elogioso que ve la realidad de los años cuarenta, o la subversión frente al franquismo, o el sentimentalismo en favor de los desheredados. Es decir, que igual que con tantos otros, hoy se impone una lectura dogmática de esta maravilla de libro.

Harold Bloom. El libro de J.
Milan Kundera. Los testamentos traicionados.
Umberto Eco. El nombre de la rosa.
Camilo José Cela. La colmena.

lunes, 23 de febrero de 2004

El señor Ramón. Una vida en cinco líneas

Su biografía es una biografía de cinco líneas. Llegó a la capital a los ocho o diez años, se colocó en una tahona y estuvo ahorrando hasta los veintiuno, que fue al servicio. Desde que llegó a la ciudad hasta que se fue quinto no gastó ni un céntimo, lo guardó todo. Comió pan y bebió agua, durmió debajo del mostrador y no conoció mujer. Cuando se fue a servir al rey dejó sus cuartos en la caja postal y, cuando lo licenciaron, retiró su dinero y se compró una panadería; en doce años había ahorrado veinticuatro mil reales, todo lo que ganó: algo más que una peseta diaria, unos tiempos con otros. En el servicio aprendió a leer, a escribir y a sumar, y perdió la inocencia. Abrió la tahona, se casó, tuvo doce hijos, compró un calendario y se sentó a ver pasar el tiempo. Los patriarcas antiguos debieron ser bastante parecidos al señor Ramón.

Camilo José Cela. La colmena.

sábado, 14 de febrero de 2004

¿Existe el amor?

Cuarto debate de Dialbit

El día de San Valentín Dialbit propone un tema relacionado. La pregunta no necesita respuesta. Si todo el mundo dice sentirlo habría que pensar no en si existe sino en su naturaleza.

Yo creo en el amor como una creación, más que como una pasión. Uno lo elabora, no lo padece. Uno construye su amor con lo que lee y oye; responde al reproche del egoísmo dando sin pedir. Uno se replantea su vida, sus carencias y elabora un amor para sus hijos con todo lo que le ha faltado a él. Un amor es como una novela, tiene todas las faltas y todos los excesos de su creador, a veces es blando porque subestima al que lo recibe, a veces posesivo porque desconfía, y en general es mercantil, como el mundo en que vivimos. Cuando el amor es de calidad hace felices a ambos, igual que un buen libro.

miércoles, 11 de febrero de 2004

Cortázar

Era un tiempo en que se leían y escribían muchos relatos cortos en España, pero los relatos cortos tenían que ser de Borges o de Cortázar. Aquí teníamos algunos maestros del cuento, como Ignacio Aldecoa y el propio Cela, mas todos quedaron borrados y barridos por la invasión de estos dos grandes narradores americanos que venían a revolucionar y erigir un género que estaba acabado desde casi el XIX.

El aniversario de Cortázar nos sugería toda una reflexión sobre el relato corto, pero baste con decir que los hispanos dominaban el género por influencia de los yanquis –Capote, Hemingway, etc.– y que en general eran mejores los cuentos que los novelones en trilogía de la América hispana. A mí el que más me gustaba era Alejo Carpentier, embajador de Fidel Castro en París que tenía la embajada en la calle de la Faissanderie. Como que ere el menos esnob y el más confeso en la influencia española del Barroco. Lope de Vega, Valle-Inclán y por ahí. Él me devolvía las visitas en el Palace de Madrid, junto con su esposa, y un día se nos murió el viejo comunista y la revolución cubana se hizo menos literaria porque si Carpentier era la versión escrita de aquel Fidel Castro, Cortázar era la versión escrita del Che Guevara.


Francisco Umbral. El país. 11 de febrero de 2004.

martes, 10 de febrero de 2004

Cito

Cito a Borges en respuesta a varias bitácoras amigas,

Mis amigos dicen que los pensamientos de Pascal les sirven para pensar. Ciertamente, no hay nada en el universo que no sirva de estímulo al pensamiento


Borges. Inquisiciones.

El libro y la película

La extravagante Holly Golightly es una de las grandes creaciones de Capote. Pero la versión hollywoodiana es una creación de Audrey Hepburn, la actriz inunda la pantalla con su encanto. En el libro ella tiene 19 años; Hepburn había cumplido 32 cuando la rodó en 1961. El cambio más notable es el del casi anónimo narrador, que en la película pasa a ser un galán, George Peppard. Blake Edwards no hizo mal su trabajo. La sofisticación de la muchacha, que oculta una vulgar muchacha de pueblo en el libro, esconde, también, en la versión del director una mujer sensible y casadera. Por eso la película tiene un romance y el libro no.

Audrey Hepburn rodó tres años más tarde la versión musical de Pygmalion, My fair lady. Esta vez fue Cukor quien cambió el final. Bernard Shaw había aclarado en el epílogo de su obra que Eliza Doolitle no podía casarse con Higgins, propone al tontorrón de Fredie como mejor candidato, pero el telón ha caído mucho antes para el espectador. Cukor insinúa que entre Higgins y Eliza va a haber algo más que camaradería profesional. De nuevo, el cine, con su química, y sus actores, está pidiendo un romanticismo que el escritor evita en sus textos.

Después de ver “Master and Commander”, muchos amigos me han comentado que se vuelve pesada a medio camino. Yo no les dije lo que pensaba, porque no quería sonar a maruja, pero lo voy a hacer ahora. A la película le falta una historia de amor. Puede que el libro funcione sin ella, pero un barco lleno de marineros con un oficial y su médico tocando el violonchelo no tiene gracia.

Truman Capote. Desayuno en Tiffany's.
George Bernard Shaw. Pygmalion.
Patrick O'Brian. Capitán de Mar y Guerra.

lunes, 9 de febrero de 2004

Angst

—Pobre desgraciado —dijo, haciéndole cosquillas [al gato] en la cabeza—, pobre desgraciado que ni siquiera tiene nombre. Es un poco fastidioso eso de que no tenga nombre. Pero no tengo ningún derecho a ponérselo: tendrá que esperar a ser el gato de alguien. Nos encontramos un día junto al río, pero ninguno de los dos le pertenece al otro. El es independiente, y yo también. No quiero poseer nada hasta que encuentre un lugar en donde yo esté en mi lugar y las cosas estén en el suyo. Todavía no estoy segura de dónde está ese lugar. Pero sé qué aspecto tiene. —Sonrió, y dejó caer el gato al suelo—. Es como Tiffány’s —dijo—. Y no creas que me muero por las joyas. Los diamantes sí. Pero llevar diamantes sin haber cumplido los cuarenta es una horterada; y entonces todavía resulta peligroso. Sólo quedan bien cuando los llevan mujeres verdaderamente viejas. Maria Ouspenskaya. Arrugas y huesos, canas y diamantes: me muero de ganas de que llegue ese momento. Pero no es eso lo que me vuelve loca de Tiffany’s. Oye, ¿sabes esos días en los que te viene la malea?

—¿Algo así como cuando sientes morriña?

—No —dijo lentamente—. No, la morriña te viene porque has engordado o porque llueve muchos días seguidos. Te quedas triste, pero nada más. Pero la malea es horrible. Te entra miedo y te pones a sudar horrores, pero no sabes de qué tienes miedo. Sólo que va a pasar alguna cosa mala, pero no sabes cuál. ¿Has tenido esa sensación?

—Muy a menudo. Hay quienes lo llaman angst.

—De acuerdo. Angst. Pero ¿cómo le pones remedio?

—No sé, a veces ayuda una copa.

—Ya lo he probado. También he probado con aspirinas. Rusty opina que tendría que fumar marihuana, y lo hice, una temporada, pero sólo me entra la risa tonta. He comprobado que lo que mejor me sienta es tomar un taxi e ir a Tiffany’s. Me calma de golpe, ese silencio, esa atmósfera tan arrogante; en un sitio así no podría ocurrirte nada malo, sería imposible, en medio de todos esos hombres con los trajes tan elegantes, y ese encantador aroma a plata y a billetero de cocodrilo. Si encontrase un lugar de la vida real en donde me sintiera como me siento en Tiffany’s, me compraría unos cuantos muebles y le pondría nombre al gato.

Truman Capote. Desayuno en Tiffany's.

domingo, 8 de febrero de 2004

Theerty

Paso la tarde de domingo corrigiendo exámenes de primero de la ESO. Pongo alta la música de John Williams que es grandilocuente y enfática para ayudarme a llevar una tarea de amanuense más bien incolora. En toda la casa suena la batalla de las naves de la Alianza contra las del malvado Darth Vader mientras yo marco pacientemente con un boli bic rojo las faltas de ortografía que son siempre las mismas.

Compruebo con cierto placer que mis alumnos se equivocan ya con analogías inglesas.

Todo el mundo sabe que los niños establecen falsas analogías y por eso piensan que “sabo” es la primera persona del presente de indicativo del verbo saber. Los estudiantes de inglés también establecen analogías, pero con la lengua que les es familiar, el castellano. Por eso resulta agradable ver que a estas alturas, aunque siguen equivocándose, ya emplean para sus errores los moldes sajones.

Saben que 30 suena “cirti” en inglés, y usan el tres, “three” para completar la raíz del número. Por eso escriben “theerty”, en vez de “thirty” que se acerca más al sistema fonético castellano.

Ya sólo les queda escribirlo correctamente. Equivocarse se equivocan con toda propiedad.

sábado, 7 de febrero de 2004

Pero ¿existe el buen gusto?

Según Guelbenzu, el lector de hoy tiene mal criterio. Sus opiniones literarias no son buenas. También dice que este lector malcriado prefiere la anécdota al sentido. (Parece que Guelbenzu no hubiera leído a Baroja que se limitó a apilar anécdotas).

Yo, de momento, defiendo el hedonismo, defiendo a Grisham y a Clancy para todos los que disfruten con ello. No creo en la literatura como obligación o como elevación, sino como un lodo en el que revolcarme. Lo que ocurre es que yo flipo con Clarín y con El viaje a la Alcarria de Cela, y me aburren bastante las series de volúmenes con un mismo protagonista.

Una de las rémoras de la democrada súbita es que se confunde con harta frecuencia la opinión con el criterio. Opinión tiene cualquiera, pero una opinión que no se funda en un criterio no pasa de ser una inconsecuencia. El criterio se adquiere como se adquiere el conocimiento: por la experiencia y el estudio. En otras palabras: no todas las opiniones son igual de válidas, del mismo modo que el lema “un hombre un voto” sólo vale para votar, no para tener razón.


Hasta cierto punto puedo entender lo que dice: una opinión sobre Dickens puede ser atinada y otra no. En el terreno de la crítica eso es frecuente. Pero en el terreno del gusto ya no tanto. Por ejemplo ¿es más válida mi experiencia de la muerte de un ser querido que la de otro individuo? ¿es más elevado mi enamoramiento que el de mi vecino? Las opiniones, o los criterios, como operaciones intelectuales, pueden ser mejores o peores. Pero la literatura tiene un alto componente de emoción, o de placer, y medir eso me parece poco serio.

En otras palabras, no creo en el mal lector. Como tampoco me creo que la televisión que vemos sea basura, por la sencilla razón de que le gusta a millones de personas. Muchos de esos espectadores dicen, después de largas horas que lo que ven es malo. Imagino a algunos viéndolo a hurtadillas. Un producto que alguien tiene que ver a escondidas jamás puede ser malo. Malo es lo que uno está obligado a decir que le gusta después de horas de sopor aguantándolo.

Lo que me subleva de todas estas discusiones es la actitud de los intelectuales. Un fabricante que no vendiera uno de sus modelos de sillas no se quejaría de la forma de las posaderas de los clientes. Buscaría otro modelo. Los intelectuales en cambio se pasan la vida atizando al público, en vez de escucharlo.

José María Guelbenzu. La decadencia del lector. EL PAÍS | 06-02-2004

lunes, 2 de febrero de 2004

Biblioclastas

Los biblioclastas más famosos son quizá los nazis que quemaron libros por su origen judío. En la guerra civil española desaparecieron ediciones irrecuperables. Santo Domingo de Guzmán o el cardenal Cisneros mandaron a la hoguera muchos libros musulmanes con su celo inquisidor. El arzobispo Zumarraga es el responsable de la quema de muchos códices mayas y aztecas de los que hoy quedan tan pocos.

Remontándonos en el tiempo el rey babilonio Nabonasar hizo destruir hacia el 747 todas las historias de dinastías que le habían precedido. Parecido afán animó al emperador chino Ts’in Shihuangti (213 a. de C.) a quemar los libros de sus predecesores y a perseguir a quienes los guardaban. El mismo emperador inició la construcción de la gran muralla china.

En el mundo de la ficción, Bradbury imagina en Farenheit 451 un mundo donde todos los libros han sido quemados y sólo sobreviven en el recuerdo de algunos individuos. En Un mundo Feliz, de Aldous Huxley se han suprimido los libros y las flores.

Francisco Mendoza habla con horror de todos estos monstruos enemigos del libro, junto a otros como los que dejan restos de comida o sudor en un incunable o los que apuntan en él una cuenta de sus ventas. Yo me creía un bibliófilo hasta que leí esta colección de manías algo hipocondríacas. Como en todas las historias, también en esta los malos de la película son más interesantes que los laboriosos conservadores de libros.

Francisco Mendoza Díaz-Maroto. La pasión por los libros.